Texto de Lepoldo Valiñas.
El lenguaje es como un ente vivo que evoluciona
de acuerdo con las necesidades de sus hablantes. Algunas palabras desaparecen,
otras cambian su significado y muchas más se incorporan.
Casi todos creemos que
el español —a diferencia de los demás idiomas— es una lengua de larga tradición
y largo futuro; una lengua que existirá para casi siempre —hasta el posfuturo,
como diría un autodenominado especialista.
Eso es cierto... pero sólo en el mundo feliz en donde nada pasa, todo queda y existe ese posfuturo.
En la realidad —la del
mundo real— ninguna lengua es excepcional. Todas son, en términos generales,
muy iguales. Ningún idioma está exento de evolucionar; ninguno está libre de
perder palabras, de adquirir nuevas o de cambiarles su significado.
Toda lengua depende de
sus hablantes porque ellos son los que deciden usar o ya no usar ciertas
palabras, darles otros significados o adoptar nuevos términos.
Como las lenguas
también sirven para nombrar la realidad, estructurarla y hacerla conocible, si
la realidad cambia, las palabras harán lo mismo; la acompañarán en su
evolución. Hay un lazo entre las palabras y la existencia cultural de los
objetos, hechos y cualidades. Esa existencia determina la vida misma de las
palabras.
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